Aprendamos a convertir en positivas todas nuestras experiencias
Al hablar de las experiencias, las hemos clasificado en positivas o negativas, es decir, afirmativas o restrictivas de mi realidad. Sin embargo, el que una experiencia se convierta en negativa para mí se debe a que espero que sean las circunstancias las que provoquen la naturaleza de la experiencia: cuando las cosas me vienen bien, la experiencia es agradable y positiva, cuando se desenvuelven mal y terminan desfavorablemente, la experiencia se me impone como negativa.
Pero ¿por qué ha de ocurrir así? Ello implica una pasividad, una dependencia de mi personalidad respecto del término externo del suceso, del mundo exterior. ¿Por qué he de estar siempre pendiente de él y no he de aprender a hacer que en todo cuanto intervenga predomine el término «yo» en lugar del «noyo», de «lo exterior»? ¿Por qué no puedo adoptar una actitud afirmativa de entrada, de forma que todas las situaciones que me sobrevengan, favorables o adversas, las viva de modo afirmativo, positivo?
Es evidente que si aprendo a hacerlo así, todas las experiencias serán positivas. Pues, aunque vistas externamente aparenten un desastre, en realidad serán una afirmación de mi personalidad: si me vienen dificultades y yo reacciono, y lucho, entonces, por más que la situación en sí fracase porque sobrepase mi capacidad, yo interiormente habré vivido el hecho de un modo afirmativo, porque habré expresado mi capacidad de acción, de respuesta. Y esto me habrá permitido vivirme a mí mismo con una actitud afirmativa. La experiencia quedará en mí, por lo tanto, como afirmativa.
Mientras que si me inhibo ante el fracaso, lo viviré el resto de mi vida como una frustración del yo, como un fracaso mío ante mí mismo.
Sólo podemos vivir las cosas cuando las expresamos. Expresarlas no significa lanzarnos a ciegas ante las cosas, sino que quiere decir que mantengamos siempre una decisión total, una actitud de «todo yo» ante la cosa. Si esta actitud me conduce a retirarme de la acción o a un «no», es lo de menos, con tal que provenga de mi actitud total, de la plena presencia de mí mismo ante la cosa. Que de ninguna manera sea el resultado de una huida de mi yo.
La disciplina de la actitud
Avanzando un paso en esta aplicación, tocaremos un punto muy interesante: acabamos de decir que ante cada situación todo yo debo estar presente para adoptar la resolución que crea mejor, la mía, la más sincera y de acuerdo con las circunstancias, y que entonces viviremos todas las vicisitudes de la vida de un modo positivo. Vemos, pues, que lo que interesa es la actitud. Se trata, por tanto, de aprender a disciplinar nuestra actitud, a no depender de las circunstancias, sino de nuestra propia actitud en cualquier circunstancia.
La actitud es una postura de todo el hombre, y está conectada con la mente y la voluntad. Podemos determinarnos a adoptar una actitud positiva, como la que hemos tenido en los mejores momentos de nuestra vida. La que vivimos entonces está dentro de nosotros, es un condicionamiento positivo que en aquel momento se estableció en nuestro interior y, por lo tanto, de nosotros depende, si queremos, el poderlo actualizar ahora y en cada momento. No hemos de esperar a que se nos añada de fuera, como algo llovido del cielo y que anhelamos grandemente: forma parte de nuestra personalidad, y en nuestra mano está el actualizarlo. Es una disposición dormida, claro está, pues de lo contrario la utilizaríamos ordinaria y normalmente, pero que podemos despertar, hacer que se imponga en nuestra consciencia como estado positivo habitual.
La actitud positiva
Tratemos ahora de precisar un poco más en qué consiste esa actitud positiva tan importante para el mejor rendimiento de nuestra personalidad en todos sus aspectos.
Se trata de una actitud total de nuestro ser a través de sus diversos niveles: físico, afectivo, mental y espiritual. Toda mi personalidad está apoyada y centrada en su eje vertical, aunque sin rigidez, con una disposición abierta, quedando todo yo «a punto», «en disposición de», de franca prontitud para la acción, para comprender y para abrir el corazón, en una palabra, un «estar alerta», con la mente muy lúcida, muy despierta. Esta actitud es la mejor que podemos adoptar para neutralizar todas nuestras experiencias negativas y a la vez para sacar el máximo partido de cada instante.
Esta actitud implica también un sereno entusiasmo. Ya hemos dicho que toda actitud está conectada con la mente y la voluntad. Pero el componente afectivo es el que aporta a la actitud el aspecto dinámico e irradiante que podemos observar en toda personalidad madura y vigorosa. Y también el que hace que rindamos incomparablemente más, tanto mentalmente como en la acción. El entusiasmo es el lubrificante de nuestro psiquismo. Cuanto más profundo y sincero sea el entusiasmo que pongamos en nuestra actitud y en las cosas en que nos ocupemos, menor será la tensión.
Tocamos aquí otro punto de interés práctico: la disminución del número de represiones que se forman en nosotros. En efecto, el entusiasmo es un sentimiento y en la medida que podemos darle expresión de un modo constructivo, vamos descargando tensiones emocionales acumuladas durante el día, que de otro modo quedarían reprimidas. Por lo tanto, en lugar de aumentar la tensión -que proviene principalmente de la represión de los sentimientos y emociones porque la mente controla a veces con exceso la expresión afectiva-, el entusiasmo hace que la acción se viva como medio de expresión del afecto inteligente y centrado. Y entonces la acción se convierte para nosotros en expresión total de nosotros mismos, en la que se actualiza nuestra capacidad afectiva, intelectual, física, en fin, todos nuestros niveles.
Vivir centrado en lo que soy, no en lo que no soy
Y no se crea que tener actitudes positivas significa algo falso e irreal, puesto que, por el contrario, significa vivir centrado en lo que soy, no en lo que no soy. Yo soy energía, afecto, ganas de vivir, de moverse, de comprender, fuente de iniciativas, etc.: siempre soy algo positivo. El hombre más desprovisto de dotes humanas es algo positivo, y si lo vive, vivirá en una actitud positiva. Pero ha de vivir todo lo positivo que es, no sólo parcialmente. Yo soy algo positivo, poco o mucho, pero en un grado u otro lo soy. No soy tonto, no soy inferior. Sí soy energía.
Así pues, primero he de vivirme en lo que soy positivamente, en lo sustantivo; después vendrá lo adjetivo y entrará en juego mi comparación con los demás: si soy más alto o menos alto, más guapo o más rico, etc. Nuestra equivocación estriba en vivirnos antes adjetivamente que sustantivamente: por las diferencias antes que por la constitución básica. Y nos hace padecer, no lo que somos, sino lo que no somos. Tomamos, pues, lo complementario como esencial y precisamente por eso nuestra mente no vive abierta hacia lo que somos y hacia afuera a la vez, sino crispada hacia lo exterior.
Pues bien, la primera actitud positiva consiste en vivir centrado en lo que uno es de modo permanente, siempre, pues uno es siempre cosas positivas.
Además la educación de las actitudes comporta la apertura hacia el exterior, mi sintonización con los demás, pero no sólo externamente, sino desde dentro, con una disposición de atención, de respeto, de participación en el modo de ser de los demás. Vivo unido a los otros; es preciso que mi actitud sea de participación con los demás, conservando yo mi ser, mis características. Mi apertura debe abarcar todo lo que es el otro, sin restricciones: en el fondo los demás no son más que una extensión de sí mismo, el complemento que me falta para ser del todo. Es preciso que aprenda a ligarme al interior de los demás, que tenga no sólo una actitud abierta desde mi exterior hacia el exterior de los otros, sino desde mi interior hacia el interior de los otros, una actitud de contacto, de interés, de sintonía profunda. No pararnos en el significado primero e inmediato de las palabras, sino penetrar en todo su hondo sentido, en el significado que tienen detrás.
Antonio Blay