Reyes Magos

Esta Noche de Reyes celebramos una tradición. Su origen es conocido por todos.

En el Evangelio de Mateo podemos leer:

Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá en los días del rey Herodes, llegaron del Oriente a Jerusalén unos magos diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer?

Actuaron, según la misma fuente, siguiendo un extraño astro, calificado de estrella fugaz, que habían visto en sus observaciones del universo, ya que en el Mundo Antiguo la palabra “mago” se utilizaba para designar a las personas sabias, a los estudiosos de la astrología y de la ciencia.

Aunque bien intencionados, su visita despertó la desconfianza de Herodes, que veía al nuevo Mesías como un rival. Por eso Herodes les ruega que averigüen el sitio preciso del nacimiento del niño, con el fin de acabar con su potencial competidor. Los sabios, que no sospechaban nada, encontraron al niño, lo adoraron, y le hicieron regalos.

Y sigue el Evangelio de Mateo:

Y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra”.

A continuación un ángel previene a los magos de las intenciones de Herodes, así que no regresan donde él les esperaba. Indignado, el rey manda a matar a los niños menores de dos años, pero para entonces, José ya había sido avisado en sueños de que debía huir a Egipto con los suyos.

Y aquí termina este inquietante relato.

Unos magos, cuyo número y nombres se nos ocultan, procedentes del lejano Oriente y guiados por una extraña estrella, buscan a un niño recién nacido y, cuando por fin le encuentran, le adoran, le hacen tres regalos, y desaparecen discretamente de la escena.

En primer lugar regalan Oro, un presente que en la época tan sólo se confería a los reyes y se depositaba en los altares de los dioses. El oro desempeñaba un papel principal en las antiguas tradiciones alquimistas, muy presentes entonces no sólo en el Antiguo Egipto faraónico, sino también en el conjunto del Mediterráneo, y en otras zonas del lejano Oriente como China o la India.

En efecto, en la vieja tradición alquimista, el oro es el producto final de la transmutación los metales, pero en el mundo antiguo – el mundo en el que vivieron aquellos Magos – la metalurgia y el misticismo estaban inexorablemente unidos, de modo que aquellos hombres también entendían por transmutación el paso a un estado mental, energético y espiritual superior.

Por las pistas que nos da el relato bíblico aquellos «Reyes Magos» debían conocer el conjunto de conocimientos de misticismo, astrología, magia y alquimia que existían en el ambiente cultural de la época, cuyo origen se atribuye por los Egipcios a Thot, el dios de la sabiduría, patrón de los magos, también llamado Hermes Trismegisto por los griegos, para quienes el nombre Hermes quiere decir Mercurio, el mensajero de los dioses, Tris significa tres, y Megisto significa “el más Grande”. Una traducción podría ser, entonces, “Los Tres Más Grandes Mensajeros de los Dioses”.

Hermes, Mercurio, el Mensajero de los Dioses, el mago, el Chamán, es el intermediario entre el mundo divino y el humano. Esto significa que las enseñanzas de Hermes Trismegisto, de los TRES GRANDES MAGOS, de los tres mensajeros de los Dioses, constituyen una enseñanza sagrada.

Y es que Hermes Trismegisto – el nombre por el que hemos conocido desde la antigüedad al padre de las enseñanzas herméticas- no debe interpretarse como el nombre de una persona, sino como un nombre que hace alusión a la reunión no solo de tres Grandes Maestros – tres grandes Magos – , sino de los tres grandes Centros de Conocimiento del mundo Antiguo: el egipcio, el hebreo y el griego.

Curioso, ¿no?

Los magos que adoraron al niño debieron conocer lo que os acabo de contar. Y, por supuesto, el autor del relato bíblico.

Los magos del mundo antiguo que visitaron a Jesús eran sacerdotes, místicos, astrólogos, metalúrgicos, médicos, químicos,… Conocían los llamados cuarenta y dos Libros del Saber de Hermes – por eso eran magos – , libros herméticos de iniciación y de tradición esotérica que han llegado hasta nosotros a través de traducciones griegas y árabes, y que son considerados como la base de la filosofía y práctica alquímicas occidentales, la cuna de nuestra filosofía y nuestra ciencia actual.

No es el momento ahora de profundizar en este conjunto de conocimientos herméticos, pero no es difícil suponer que aquellos magos, durante el tiempo que permanecieron en Belén, ¿dos años?, y tal vez luego en Egipto – donde nos dice el relato bíblico que se traslada la Sagrada Familia, huyendo de Herodes – pudieron trasmitir  a José, a María, y al propio Jesús, gran parte de ellos.

En segundo lugar, los «Reyes Magos» regalan el niño Incienso, el producto por excelencia empleado en el culto en los altares de Dios, no sólo por el cristianismo, sino también por otras grandes confesiones religiosas como el hinduismo, o el budismo, y antes por egipcios, griegos, fenicios y romanos.

Los hebreos llamaban al incienso lebonah, los griegos libanos, los árabes luban y los romanos olibanum; en todos los idiomas significa lo mismo: «blanco». Actualmente lo llamamos incienso, nombre que deriva del vocablo latino incendoere, es decir, «encender, quemar, incendiar, prender fuego, iluminar».

Los datos arqueológicos que poseemos sobre el incienso se remontan al Valle del Nilo: en los templos de Deir el-Bahari se pueden observar inscripciones con dibujos de rituales netamente esotéricos, donde son evidentes las nubecillas del humo del incienso.

En la mitología grecorromana también está presente el incienso: Leucotoe, la hija de Arcamo, se entregó en amores al bello y codiciado Apolo. Cuando Arcamo supo de tan deshonroso acontecimiento, la enterró viva, llevado por la ira. Pero el dios Sol, para honrar a la infeliz criatura, la convirtió en un frondoso árbol de incienso.

A esto se debe que la tradición antigua considere el Incienso como el símbolo del Sol y de Júpiter, el hijo del Sol, el esplendor de la Luz Mayor.

Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento aparecen gran cantidad de menciones sobre el Incienso. En el Éxodo, en los Salmos, donde se compara el ascenso del humo de incienso con la elevación de las plegarias a Dios, en el Deuteronomio, cuando Moisés bendice las doce tribus de Israel.

El incienso aparece en el Nuevo Testamento en el Evangelio de Mateo, en este relato de los magos de Oriente, pero también en el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis de San Juan (8:3-5), donde leemos lo siguiente:

«Otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro; y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incensario, y lo llenó del fuego del altar, y lo arrojó a la tierra, y hubo truenos y voces, relámpagos, y un terremoto».

El texto citado pertenece a la narración sobre el Séptimo Sello: el número siete simboliza la organización, la producción, el triunfo, la fecundidad. Abrir el Séptimo Sello es abrir lo que los orientales llaman «El Loto de Mil Pétalos». El incensario de oro simboliza el corazón del Iniciado, donde debe arder el incienso, que es servicio y amor.

El humo del incienso, es a su vez, la alegoría del servicio generoso y desinteresado, que lo impregna todo, y «mucho incienso» significa la gloria de haber obtenido una mente pura y un corazón compasivo y amoroso, fruto del esfuerzo altruista a favor de los demás.

Por último, los «Reyes Magos» regalan Mirra al recién nacido.

La Mirra es una resina rojiza aromática que se extrae del tallo del árbol de Arabia, muy común en medio oriente y Somalia. Para obtenerla, se hace una incisión en la corteza del árbol y de esta herida brotan lágrimas, que al secarse se tornan rojizas.

La Mirra era muy valorada en la antigüedad, ya que era uno de los componentes esenciales de la elaboración de perfumes, ungüentos y medicinas.

Pero su uso principal era para embalsamar a los muertos, para preparar su último viaje, el viaje hacia el más allá, el viaje hacia la inmortalidad, hacia la vida eterna.

De hecho, en la tradición esotérica la mirra, pariente cercano del incienso, es el perfume de Hermes Trismegisto. En el mundo Antiguo el Incienso y la Mirra se consideraban productos mágico-sagrados que debían ser recolectados y preparados según los ritmos astrales.

En el mundo antiguo la inmortalidad era un privilegio en un principio sólo reservado a los faraones de las primeras dinastías; posteriormente los nobles y otros altos jerarcas se consideraron merecedores de disfrutar de la vida eterna, por lo que adoptaron también rituales similares de embalsamiento, y, por fin, con el paso de los siglos, esta facultad para disfrutar de la inmortalidad se extendió a la mayoría de la población, al evolucionar los sistemas de creencias religiosas.

De modo que, conforme a las creencias de la época, el tercer regalo que los «Reyes Magos» de Oriente decidieron llevar al niño recién nacido fue su pasaporte hacia la inmortalidad, la mirra, el perfume de Hermes Trismegisto, la llave que habría de abrirle la última puerta en el último viaje de su existencia humana.

Y, en efecto, así sucede.

En el Capítulo 16 del Evangelio de Marcos leemos que una vez muerto Jesús de Nazareth, “María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamarle”; en el Capítulo 56 del Evangelio de Lucas leemos que “Las mujeres que habían venido con él desde Galilea, fueron detrás y vieron el sepulcro y cómo era colocado su cuerpo. Y regresando, prepararon aromas y mirra”. Y en el Evangelio de Juan, Capítulo 19, leemos “Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos, pidió a Pilato autorización para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se lo concedió. Fueron, pues, y retiraron su cuerpo. Fue también Nicodemo – aquel que anteriormente había ido a verle de noche – con una mezcla de mirra y áloe de unas cien libras. Tomaron el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los aromas, conforme a la costumbre judía de sepultar”.

A los tres días, según nuestra tradición, Jesús venció a la muerte y resucitó.

Los «Reyes Magos» llegados de Oriente regalaron al niño recién nacido oro, incienso, y mirra.

A mi entender, literalmente, nuestros queridos Reyes Magos – los tres más grandes mensajeros de los dioses del mundo antiguo -,  guiados por una estrella del firmamento, llegaron hasta un niño recién nacido y le regalaron lo más preciado que todavía hoy día podemos regalarnos unos a otros, y podemos regalar a nuestros hijos:

El oro alquímico, esto es, el conocimiento profundo de la realidad de nuestra existencia, el conjunto de saberes del Mundo Antiguo, la síntesis de lo mejor de las tradiciones egipcia, griega y hebrea, y las prácticas que nos permiten alcanzar los estados más elevados del espíritu.

El incienso, esto es, el vehículo de nuestra comunicación íntima con lo sagrado, con Dios, el producto que al arder es capaz de elevar nuestros corazones hacia la Luz, hacia la pureza, hacia el  servicio y el amor.

Y la mirra, la certeza capaz de abrirnos la puerta de la inmortalidad, la llave que tras la muerte nos ayuda a alcanzar la morada sagrada que habitan los dioses.

Aquí acaba mi relato.

Mil gracias por haber tenido la paciencia de escucharme en esta noche tan especial.

Este texto es un extracto del discurso de mi proclamación como Rey Melchor de la Cabalgata del Círculo Mercantil e Industrial de Sevilla en diciembre de 2007. Hasta hoy había permanecido inédito. Ya es hora que salga a la luz.

A todos, Feliz Noche de Reyes!

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