Desde un taxi en Bombay
Cierto día, cuando regresaba de una charla matinal en el apartamento de Ramesh, el taxi se vio obligado a detenerse en una retención del tráfico y un mendigo con aspecto aún más patético que los restantes se aproximó a la ventanilla trasera.
Al dirigirle la mirada, contemplé a un hombrecillo indio que apenas llegaba al metro cuarenta de estatura
Sus ojos estaban al mismo nivel que los míos, a pesar de hallarme sentado en el desvencijado y diminuto Padmini.
No tenía brazos, pero de uno de sus hombros brotaba una mano que ahora reposaba sobre la puerta del vehículo con la palma hacia arriba, mientras que su rostro penetraba por la ventanilla en busca del mío.
Su faz desfigurada, sus hombros encorvados y su cabeza igualmente deforme mostraban las cicatrices y la mugre y el abuso de la vida en las calles, y su boca se movía en una apenas audible letanía de súplica y petición con la práctica de toda una vida, hasta que sus ojos capturaron los míos y entonces se detuvo, y todo se detuvo, y allí permanecimos, con nuestros rostros distando apenas medio metro, los ojos mirando a los ojos.
«No sucede nada»
Hay momentos como este en los que «no sucede nada», en los que de súbito se ve con claridad que lo que parece estar sucediendo no está sucediendo, y lo que realmente está sucediendo aparece del único modo que puede hacerlo: como no-algo. En este momento los roles cesaron, la rutina mendicante cesó por completo y no hubo movimiento alguno para darle una moneda. Ambas formas permanecieron completamente inmóviles y vacías, y las fronteras se evaporaron.
Es difícil describir la sensación que se experimenta en tales instantes. Cualquier sentimiento que hubiera podido comenzar a emerger se detuvo repentinamente y no había pena ni angustia ni aversión ni incomodidad o malestar, ni tan siquiera compasión.
Mientras mantenía la mirada fija en él, estaba claro que me estaba mirando a mí mismo y estaba claro que estaba mirando a Dios
La retorcida forma física de este mendigo parecía transparente y estilizada como un delgado y trémulo brillo que reverberaba en el calor tropical de la ciudad, y el Brillo fluía tan visiblemente a través y en torno suyo que era imposible no ver su figura y la escena callejera tras él como formas soñadas, y a la propia luz del Brillo como la obvia realidad subyacente, ahora incapaz ya de permanecer oculta.
En ese momento hubo una sensación de intensa quietud neutral: mientras nuestros ojos cruzaban sus miradas no había nada que hacer, nada que decir, nada que sentir, nada que pensar.
Si hay identificación como cuerpo/mente, entonces emerge todo el proceso mental:
«Oh, dios mío, «yo» soy muy afortunado, «yo» soy muy próspero, «yo» vivo muy confortablemente y ese pobre tío está muy mal. «Yo» me siento fatal, «yo» me siento terriblemente, «yo» tengo que hacer algo con esto».
O a la inversa, si la situación se da al revés: «»yo» lo tengo muy difícil, «yo» no tengo lo que «yo» quiero o necesito. Esa otra gente tiene más que lo que tengo «yo», «yo» tengo que hacer algo…, o mejor aún, uno de «ellos» tiene –o todos tienen- que hacer algo para ayudarme a «mí»».
Todo ello está impulsado por el sentido de ser un «yo» individual, junto con la consiguiente comparación con otros aparentes «yoes» individuales.
Pero cuando no hay identificación como uno de esos aparentes individuos, entonces todo esto simplemente está sucediendo.
En un cuerpo/mente emerge felicidad. En otro cuerpo/mente está sucediendo pobreza. En este, rabia; en ese otro, riqueza y odio; en aquel, enfermedad y paz; en aquel otro, ¡perfecta salud y completo aburrimiento! Hay infinitas combinaciones de atributos y experiencias en estos miles de millones de cuerpos/mente.
Uno de estos cuerpos/mente es éste. Pero, en realidad, no importa.
David Carse
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